febrero 22, 2010

MICHEL LEIRIS

Michel Leiris (París, 1901 – Saint-Hilaire, 1990) fue al principio un escritor surrealista y amigo de Georges Bataille. Después se convirtió en prestigioso etnógrafo y redactó estudios para la supresión de la esclavitud en las colonias de su país. Son especialmente apreciados sus textos sobre África y los volúmenes autobiogáficos. En España han aparecido los siguientes libros de Leiris: África negra. La creación plástica (Aguilar; Madrid, 1964), La literatura considerada como una tauromaquia (Tusquets; Barcelona, 1967), Joan Miró, litógrafo (Polígrafa; Barcelona, 1972), Francis Bacon (Polígrafa; Barcelona, 1983), Poemas (Visor; Madrid, 1984), Espejo de tauromaquia (Turner; Madrid, 1995), Edad de hombre (Laetoli; Pamplona, 2005).

Un fragmento de Edad de hombre:

MI TÍO EL ACRÓBATA

Siendo yo aún muy pequeño (en la época en que era ella la que me lavaba cada mañana), mi madre había dado hospitalidad a su hermano, que se había fracturado la muñeca y no tenía a nadie que lo cuidara. Mi tío acababa de separarse de su mujer y disponía de pocos bienes para poder contratar a una enfermera o un ama de llaves. Un día que mi madre, llevándome en brazos, entró en la habitación de mi tío para hacerle la curación que necesitaba su herida, resbaló y se cayó con bastante violencia. Al golpearse desgraciadamente contra la esquina de un mueble, se hizo una herida en la cabeza que sangró abundantemente. Mi tío, incapaz de socorrerla a causa de su brazo en cabestrillo, asistía impotente a la escena, jurando y pidiendo ayuda. Mientras tanto, yo lanzaba violentos gritos porque me había caído sobre la barbilla y además me había hecho daño suficiente como para no poder mover las mandíbulas sin que me dolieran durante días.
Este tío, hermano de mi madre, cuya muñeca rota había sido la causa del accidente, fue un personaje que tuvo sobre mí gran influencia. Por todo lo que representaba, y quizás también a causa del parentesco que lo unía a mi madre, siempre le quise mucho, al contrario que a mis parientes del lado paterno, a los cuales he detestado casi siempre. Hijo de un alto funcionario de policía, dotado de todo el puritanismo burgués del “republicano del 48”, mi tío, a pesar de ser un conformista a su manera (en la época en que lo conocí iba a la iglesia cada semana los miércoles, para no ser molestado así por la muchedumbre del domingo), llevó una vida verdaderamente escandalosa para el medio del que procedía.
Muy apasionado por el teatro y dotado de notables cualidades cómicas, trabajó primero para ser actor, con miras al Théâtre-Français, pero disgustado con los farsantes que pontificaban y que estaba obligado a frecuentar, se convirtió en actor de melodrama, representado obras de capa y espada en escenarios de provincia y de barrio. Al darse cuenta de que ese medio también era demasiado artificial y presumido, se transformó en cantante de café-concierto y luego en saltimbanqui de un circo. Sólo ahí se sintió a gusto, al encontrar personas verdaderamente sencillas y honradas, entregadas en cuerpo y alma a su arte.
Al mismo tiempo que se operaba en él lo que para su medio burgués no era más que la “decadencia”, mi tío puso fin a una agitada vida amorosa con un tonto matrimonio y luego con un aún más tonto concubinato, pues prefirió a mujeres que le fueran muy superiores en todo, dos bestias estúpidas, la primera de las cuales –campesina escapada muy joven de su casa con una compañía de feriantes chinos- había sido primero tragasables, y después bailarina en la cuerda floja. Con su cuerpo hermoso dominaba a mi tío, quien estaba encoñado, aunque, sin embargo, acabó por sentirse asqueado de su sensualidad animal, más aún cuando, al sufrir por ser mayor que él, lo volvía casi loco con sus celos. La visión más remota que tengo de ella es vestida con un traje tan rojo que parecía haberse sumergido en sangre fresca. La concubina que la sustituyó era fea y de una grosería indecente; más tonta aún que la anterior, de ser posible, hostigaba a mi tío con sus críticas incesantes y se mofaba injuriosamente de él.
Mi madre quería mucho a ese hermano y a menudo la oí hablar con mi padre de su faceta “quijotesca”. Durante años vino todas las semanas -cada lunes, me parece- a almorzar a casa. A menudo me llevaba al music-hall y, como era un experto, me explicaba todos los trucos. Sabía, por ejemplo, en muchos casos, cuántas personas eran capaces en Europa de llevar a cabo el ejercicio que estábamos viendo, me enseñaba a apreciar el verdadero trabajo y me ponía en guardia contra lo que no era más que un truco efectista. Algunas veces también me llevaba a la casa de antiguos amigos suyos, todos artistas de circo o de music-hall. Entre otros, me acuerdo de una familia de saltimbanquis que vivían como hortelanos en una barraca de la vecindad. En el pequeño alojamiento donde vivía mi tío en los alrededores de París, tenía una mesa llena de utensilios de malabarismos: pelotas rojas y blancas, bolitas, varillas de diversas formas, mazas y sombrero de copa. Aunque ya no ejercía, hacía malabarismos todas las mañanas, a modo de cultura física, a menudo delante de mí, y su habilidad me parecía maravillosa. Muy delgado, con la nariz fuertemente pronunciada, tenía el aspecto de un saltimbanqui injertado con Don Quijote. Cuando mi hermana estaba encinta, para indicar claramente la diferencia de volumen que oponía a nuestros ojos a los dos personajes, mi hermano y yo, cuando jugábamos al dominó, teníamos la costumbre de llamar “Julieta” al seis doble y “Tío León” al blanco doble.
Pese a su edad, a su carencia total de esnobismo y a la vida retirada que llevaba, mi tío tenía a veces un sorprendente sentido de lo actual. Así, durante la guerra, fue él quien, desde su aparición, me llamó la atención sobre las películas de Charlot, anunciándome que acababa de aparecer un payaso totalmente genial. Ciertos preceptos que me repetía se han quedado grabados en mi espíritu y los practico todavía hoy. Me hizo comprender, por ejemplo, que la preparación de una canción o de un número de music-hall puede requerir mucho más talento que otras ejecuciones más ambiciosas. Fue él también quien me enseñó que puede haber “más poesía en una canción barata que en una tragedia clásica”.
Sin quererme comparar con él desde el punto de vista del valor, me siento muy próximo a aquel tío que con una constancia admirable buscó toda su vida lo que para otros no era más que un rebajamiento y encontró a sus mujeres, una en el polvo de las pistas y la otra casi en la vía pública: tanto le gustaba lo puro y auténtico, que no creía poder encontrar más que entre los humildes, y tanta debía de ser también la alegría que encontraba en sacrificarse –en esto se parecía extraordinariamente a mí- que durante tanto tiempo he buscado (y al mismo tiempo temido) bajo formas diversas el sufrimiento, el fracaso, la expiación, el castigo.
El prestigio de aquel tío se veía aumentado a mis ojos por el hecho de que había frecuentado todos los ambientes –sin exceptuar los peores- y que, en su juventud, una mujer a la quiso abandonar le había asestado una cuchillada.
Su muerte, como la de mi padre (ocurrida algunos años más tarde), coincidió con una nevada. Durante toda su vida no había podido ver caer la nieve sin experimentar una especie de vértigo.

MICHEL LEIRIS
Fragmento del libro Edad de hombre (Laetoli; Pamplona, 2005). Traducción: Mauricio Wacquez.
Imagen: diplomatie.gou.fr

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